La reforma pensional debe recuperar el sentido de la solidaridad en una perspectiva de justicia social (por Bien ComÚN)

Un grupo de profesores y profesoras de universidades públicas ha enviado al Congreso de la República una carta en la que solicita el retiro del proyecto de reforma pensional que presentó el gobierno nacional en días pasados. Los argumentos apuntan a defender las condiciones de los sectores de ingresos medios, como es la condición de la mayoría del personal docente universitario, dado que se disminuiría la tasa de reemplazo con la decisión de cotizar obligatoriamente a Colpensiones sobre tres salarios mínimos y el resto en fondos privados. Esta defensa, de corte gremialista, desconoce el asunto central de la discusión y no deja ver la problemática estructural que subyace tanto al sistema actual, como a la reforma impulsada por el gobierno. Otra reforma es posible.

1. El concepto de seguridad social y el camino hacia modelos financiarizados y asistenciales

El núcleo central del debate, que parece no estar dándose en el Congreso ni en la sociedad colombiana, es el concepto y el sentido de la seguridad social, resultado del pacto político entre capital y trabajo, ratificado por los Estados nacionales, en el período de la segunda posguerra. También, el significado que asume este concepto en el marco de las reconfiguraciones del capitalismo y las discusiones contemporáneas sobre justicia social. En primer lugar, el concepto de seguridad social implicaba dos componentes complementarios que permitirían el máximo de solidaridad en sociedades capitalistas: el primero, el modelo de financiamiento tripartito, que significaba la mancomunación de recursos públicos en un fondo único compuesto por cotizaciones obligatorias y proporcionales entre empleadores y trabajadores (dos partes con parafiscalidad), e impuestos (idealmente progresivos) aportados por el Estado (una parte con fiscalidad). El segundo, un sistema de reparto denominado en
general “prima media”, que implicaba una retribución de una proporción promedio del salario devengado en los últimos cinco o diez años, en un contexto de solidaridad intergeneracional y claro compromiso estatal con la generación de empleos dignos.

Con base en estos dos principios ordenadores, la seguridad social logró, en los países que la pusieron en marcha, una redistribución de los recursos que permitió tener una cobertura cuasi universal, con pensiones dignas, de manera que se avanzó en el cumplimiento de un principio de justicia distributiva según la máxima “de cada cual según su capacidad y a cada cual según su necesidad”.

En Colombia, antes de 1990 nunca se logró una cobertura suficiente porque no hubo un verdadero sistema de seguridad social, sino un seguro selectivo para trabajadores formales de una parte del sector privado, concentrado en el Instituto de Seguros Sociales (ISS), y otro para trabajadores del Estado, representado en las diferentes y desiguales cajas de previsión. Tampoco se cumplió el pacto político de los aportes del Estado en un fondo tripartito, más por falta de voluntad política que otra cosa, de manera que empleadores y trabajadores siempre consideraron las cotizaciones como suyas y no como un recurso público de naturaleza parafiscal. En un contexto en el que la estructura productiva del país no permitía la extensión de la relación salarial, se constituyó un sistema caracterizado por la persistencia de desigualdades laborales y de género a favor de sectores asalariados, formales y urbanos, y propenso a la incorporación de intereses corporativistas mediante la creación de “regímenes especiales”.

En el mundo, la presión derivada del régimen de acumulación financiarizado de finales de la década del setenta, junto con el auge de la ideología neoliberal y la crisis del “socialismo”, condujo a la ruptura del mencionado pacto político y a la desregulación y ampliación de los mercados financieros por medio de la idea del modelo de “ahorro individual”. Primero en Chile y poco después en casi todos los países latinoamericanos se quebró el proyecto solidario de la seguridad social, aún sin realizarse plenamente, con la creación de fondos privados de pensiones que recibirían los aportes como ahorros obligatorios y voluntarios individuales, cuando realmente constituían recursos parafiscales. No otra cosa fue el modelo de la Ley 100 de 1993 en Colombia. Aunque se obligó a realizar el aporte del 16% del salario o del ingreso en el caso de los trabajadores “independientes”, lo que constituye una parafiscalidad, es decir, un recurso público, se entregó a los fondos privados como un “ahorro individual” que da la apariencia de un recurso privado.

Esta idea se afianzó con la posibilidad del “aporte voluntario” con el cual crecería la cuenta individual y se podría realizar un retiro anticipado del que saldría una tasa de reemplazo mensual. De esta forma, se rompió con el principio de solidaridad. Pero, al mismo tiempo, se creó un imaginario que poco a poco se ha ido desvaneciendo, en el sentido de que esa tasa de reemplazo sería casi igual al salario o ingreso obtenido en el último año de actividad laboral. De allí la decisión de muchos afiliados a los fondos privados de volver al sistema de prima media, buscando su beneficio personal, más que con la idea de aportar al fondo público. En efecto, las tasas de reemplazo de los modelos de ahorro individual resultaron ser mucho más bajas (entre el 35% y el 62%) que aquellas garantizadas por el modelo de prima media (entre el 65% y el 80% en casos excepcionales). 

Desde los defensores del modelo neoliberal, se argumentó que la diferencia entre ambas tasas de reemplazo se debía a la canalización de subsidios públicos injustos para las  personas “más ricas”. Así mismo, que el régimen de prima media (Colpensiones) no era consistente con la “realidad” de un mundo del trabajo que debía desregularse (es decir, precarizarse), ni con la necesidad de fortalecer el mercado de capitales (recuérdese que el ahorro obligatorio de quienes cotizan en cuentas individuales es gestionado por instituciones financieras oligopólicas en Colombia).

También se dijo que quienes ejercían su derecho al trabajo digno eran personas “privilegiadas” que, además, iban a tener el “privilegio” adicional de contar una pensión digna en un contexto en el que solo una de cada cuatro personas lograba jubilarse, y en el que el 28% de las y los adultos mayores eran pobres. Atendiendo a un sentido cuestionable de la justicia social, la dignidad se convirtió en privilegio, y el modelo asistencial de lucha contra
la pobreza comenzó a permear las discusiones sobre la protección social.

Surge el modelo de pilares que en el ideal de sus defensores asume el marchitamiento de los regímenes de prima media para dar paso a modelos de capitalización individual, acompañados por componentes asistenciales de subsidios focalizados para la vejez de aquellos que sufrieron
desigualdad y precariedad en el mundo del trabajo.


El discurso de la lucha contra la pobreza hizo olvidar el problema del trabajo digno y de la estructura productiva que lo soporta, así como la necesidad de ampliar la responsabilidad del Estado en la construcción de sistemas de seguridad social universales y solidarios que buscaran la igualdad sobre la base de un concepto amplio de dignidad humana, y no sobre criterios minimalistas asociados a umbrales biológicos o de ciudadanía que igualaran “por debajo”. Entre tanto, los fondos privados de pensiones se fortalecían gracias a las  ganancias derivadas de la gestión del ahorro obligatorio de las y los trabajadores, particularmente mediante la concesión de préstamos a Estados que carecían de la suficiente fuerza fiscal progresiva y que debían recurrir al endeudamiento para cumplir sus funciones sociales, políticas y económicas.

2. La búsqueda de alternativas justas para el capitalismo actual

La iniciativa del gobierno retoma el modelo de pilares. De acuerdo con las discusiones que se han generado alrededor de la misma, parece que el sentido general de la reforma no es objeto de crítica. Más bien, se anuncian cuestionamientos marginales sobre los alcances que tiene su implementación si se mantienen inalterados los términos de la propuesta gubernamental. Algunos sectores critican la propuesta porque disminuye las ganancias potenciales de los fondos privados de pensiones. De ahí la discusión sobre el número de salarios mínimos que servirían de referencia para cotizar en el pilar contributivo de prima media. Otros expresan su preocupación por el impacto fiscal que tendrá el pilar semicontributivo, pues insisten en que otorgar una pensión a quienes no cotizan el número de semanas requerido, generará compromisos presupuestales crecientes debido a que la estructura laboral de la economía colombiana llevará a que la mayoría de los cotizantes se ubiquen en este pilar. Finalmente, hay quienes rechazan la propuesta debido a que generará una disminución significativa de la tasa de reemplazo para aquellos que cotizan hoy al sistema de prima media y que, de acuerdo con la propuesta gubernamental, tendrán que distribuir obligatoriamente sus aportes entre los componentes de prima media y capitalización individual dentro del pilar contributivo.

Cada una de estas posturas apela a la vulneración del “interés general” para legitimar sus críticas, pero son claros los intereses particulares que defienden: los del sector financiero preocupado por la reducción de sus ganancias futuras, los de los grupos más pudientes de la sociedad en tanto el modelo solo será sostenible si se efectúan en el futuro nuevas reformas tributarias, y los de los cotizantes actuales de Colpensiones que se verán afectados por los criterios de transición hacia el nuevo modelo. Unos piden ajustes en los parámetros de la propuesta; otros exigen su retiro total. Unos y otros dejan de lado la discusión sobre las nociones de justicia social que deberían inspirar la construcción de una alternativa que resuelva las problemáticas del modelo actual, sin caer en los límites del modelo de pilares, dejando de lado las salidas asistenciales propias del neoliberalismo, y reconociendo las mutaciones del capitalismo contemporáneo.

Desafortunadamente la reforma propuesta no avanza en este sentido de la protección social. El modelo de pilares tiene dos problemas fundamentales que van en contra de la solidaridad y la universalidad: primero, la idea asistencialista de una transferencia minimalista para las adultas y los adultos mayores pobres que no lograron cotizar. Y segundo, el incremento de la rentabilidad de los fondos privados por medio de la obligación de entregarles las cotizaciones de los ingresos mayores a tres salarios mínimos, como si fuera un ahorro individual, cuando realmente son recursos públicos dados en administración al sector privado, pero usufructuados fundamentalmente por el sector financiero, tanto nacional como transnacional. Estos aspectos no son contemplados en las críticas corporativistas mencionadas. De hecho, es muy fácil darles respuesta a las preocupaciones particulares que se han expresado sin alterar la filosofía del modelo de pilares: basta con disminuir el número de salarios mínimos sobre el que se obligaría a las personas a cotizar en el pilar contributivo de prima media, limitar el aporte del gobierno a la renta vitalicia de quienes acceden al pilar semicontributivo, y reducir el número de personas que se verán afectadas por el régimen de transición definiendo un número de semanas cotizadas menor a 1.000 para mantener las condiciones vigentes de jubilación.

Ante este panorama, el sentido de una reforma estructural debería ser buscar la mancomunación plena de los recursos en un fondo público único que recaude las cotizaciones y los impuestos, y recupere el sistema de reparto de prima media. Esto, claro está, afectaría al sector financiero oligopólico que es el verdadero beneficiario de la privatización de las pensiones desde 1993. Un modelo público de mancomunación de recursos es la única manera de lograr una verdadera solidaridad, comenzando por una pensión digna, para las personas que no lograron aportar en su vida laboral. Este sería el verdadero camino hacia una renta básica de ciudadanía que, como se ha propuesto en sectores progresistas, permita separar del salario los derechos sociales de las personas en un contexto en el que no se cometa el error de equiparar el esfuerzo laboral con la capacidad de hacer dinero, y en el que se reconozca el aporte al bien común de los trabajos realizados por las personas en un contexto de garantía del “derecho a la existencia” y de  posibilidades materiales ciertas para el florecimiento humano.

La forma común en que se produce la riqueza en el capitalismo contemporáneo dificulta cada vez más la posibilidad de identificar los aportes productivos individuales. Esto abre la posibilidad de construir modelos de distribución del ingreso y la riqueza mucho más solidarios, basados en sistemas tributarios progresivos y orientados por principios universalistas de gasto social. Allí reside también la posibilidad de avanzar en la construcción de sociedades más igualitarias que dejen de lado los principios meritocráticos que, bajo premisas cuestionables de justicia social, terminan naturalizando y legitimando las desigualdades persistentes. También surge una alternativa para reconocer labores fundamentales para la sociedad y que nunca han sido debidamente remuneradas, como las labores de cuidado.

¿Por qué razón la reforma laboral y pensional impulsada por el gobierno no incluye de manera transversal la instauración de una renta básica universal, individual e incondicional que tome como “piso” un monto monetario digno distinto de los “techos” o umbrales minimalistas característicos de las políticas focalizadas, condicionadas y familiarizadas propias del neoliberalismo asistencial? La renta básica de ciudadanía es compatible con el sostenimiento de modelos de prima media y políticas redistributivas de impuestos y transferencias. Además, es consistente con políticas de industrialización que transformen positivamente la estructura productiva y laboral, pero también avizora los efectos que el cambio tecnológico puede generar en la reducción de las plazas de trabajo y reconoce labores importantes para el bien común y que son infravaloradas o sacrificadas por los mercados. La renta básica de ciudadanía anticipa, por lo tanto, posibilidades sociales redistributivas en el marco de economías plurales.

No nos equivoquemos. Como académicos y académicas no podemos caer en una simple lucha gremialista y corporativista. Es necesario profundizar el debate en el sentido de la naturaleza pública de los recursos en juego y de la solidaridad plena que se deriva de la seguridad social, como pacto político entre capital, trabajo y Estado dotado de criterios progresistas de justicia social. El camino del ahorro individual no hace más que destruir la solidaridad y concentrar los recursos en oligopolios financieros como se ha demostrado en el
caso colombiano. Por su parte, el mantenimiento del modelo actual reproduce las desigualdades del sistema de protección social descargando el cumplimiento de los compromisos pensionales en estructuras tributarias débiles y muy poco progresivas, que desencadenan a su vez, espirales crecientes de endeudamiento público. Todo esto sin afectar los odiosos “regímenes especiales” que benefician a una minoría de las personas pensionadas en el país.

Otra reforma es posible. El gobierno del cambio debe entender que la inercia intelectual lleva a la inercia en las políticas públicas. Como profesores y profesoras debemos propender por cambios paradigmáticos que anticipen otros modos de existencia individual y colectiva. No de otra manera se justifica la libertad de pensamiento como atributo inherente de las universidades públicas. Ampliemos pues la discusión.

Mario Hernández Álvarez
Profesor de la Facultad de Medicina, Universidad Nacional de Colombia-Sede Bogotá
Integrante del grupo promotor de
Bien ComÚN


Andrés Felipe Mora Cortés
Profesor de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional de
Colombia-Sede Bogotá
Integrante del grupo promotor de
Bien ComÚN
Bogotá D.C., 8 de junio de 2023

 

Documento completo en formato pdf  Sobre la reforma pensional (DF)

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